Mi nuevo blog es: www.musicaparahipopotamos.blogspot.com
Va a estar lleno de chicas, de canciones y de textos. Ah, y de hipopótamos, obvio.
Esa misma tarde, cuando Julián regresa de su trabajo en la pista de kartings, me cuenta que lo llamó el Rey para juntarnos a cenar.
– Raro ¿no? – observo mientras abro la ducha y comienzo a desatarme los cordones de las zapatillas.
– Un poco.
Nos encontramos a las diez en una parrilla de Villa Luro llamada la cantina de Beto. El Rey está sentado en una de las mesas del frente, untando rodajas de pan negro con manteca y sal.
– ¡Por fin gente! – dice y nos estira la mano.
Primero pedimos unas papas fritas a la provenzal acompañada con cerveza, después, mientras esperamos la carne, el Rey nos cuenta que un día se sintió atravesado por la necesidad de matar algo. Entonces me lo imagino cortándole el cuello a Clara, su ex novia. Luego, al recordar el viaje, en la cabina de un jeep que conduce un negro calvo y regordete; el Rey viste una gorra camuflada, lentes negros y, en una llanura iluminada por un sol poderoso, busca con los prismáticos alguna clase de felino o de cebra.
– Rinocerontes – aclara – yo quería matar un rinoceronte blanco – dice, llevándose la punta del vaso a la boca.
Una hora después, cuando estamos por pedir la cuenta, el Rey nos señala a un flaco que está sentado cerca de la puerta y nos dice que en cualquier momento se va a ir sin pagar.
– ¿Lo conocés? – pregunta Julián.
– Vos mirá.
Apenas cierra la frase, el ñato pincha un bocado de carne y sale caminando de la parrilla. Por la ventana vemos como prende un cigarrillo y cruza de vereda. Julián lo mira asombrado.
– ¿Pero cómo sabías loco?
– Ah
De ahí encaramos a un bodegón por el barrio de Once. Hay poca gente, un peruano toca un cajón ahuecado detrás de la barra; dos mujeres, oscuras y anchas de cadera, bailan en la puerta de los baños.
– ¿Son?
– Si, pero tranquilo – explica el Rey.
Un poco entonados por un clericó dulzón y espeso, lleno de frutas, nos dice que en una semanas viaja a Las Vegas para participar en un torneo muy importante. La historia es así: en el último año al Rey lo expulsaron del colegio por fumar marihuana en el baño y robar plata de la dirección. Después tuvo muchos trabajos, se dedicó a arreglar flippers, a vender parcelas en un cementerio privado, hizo de extra en algunas publicidades. Ahora es jugador de poker profesional y le va muy bien.
– Un torneo muy zarpado – dice.
A las dos de la madrugada entramos en un cabaret de Flores, tomamos cerveza acodados a la barra y Julián pasa con una rubia que, durante un buen rato, le estuvo refregando el culo por el pantalón. Yo no tengo muchas ganas así que rechazo a la primera y después dejan de acercarse. El Rey mira a una morena con trenzas que baila en un caño reluciente. Entonces, acercándose a mi oreja para hacerse escuchar, me dice que nos tiene que pedir un favor.
Mientras maneja con las ventanillas bajas porque estamos fumando, el Rey habla:
– Me tienen que mandar el casco de un rinoceronte blanco, los putos pigmeos –así dice, riéndose – se atrasaron y yo no podía esperar, perdía el vuelo a Buenos Aires.
Podríamos escribir sobre lo que sea pero nos negamos a ello. En cambio, buscamos algo que falta ser dicho. Algo que, sin saberlo, todos esperan oír alguna vez. No escribimos más que sobre la búsqueda de aquello ignoradamente esperado. Esa búsqueda no tiene dirección alguna, es necesariamente errática. Sólo queda dar testimonio de ella, ya que, es claro, no se ha encontrado aquello que la originó. Ahora bien, es lícito preguntarse por el sentido de escribir sobre la búsqueda malograda de algo desconocido. Nuestra respuesta es que no tenemos respuesta. Sólo cabe continuar, en tanto sea posible escribir acerca de algo, mientras algo exista que pueda ser referido. Creemos que buscar un sentido no tiene sentido. Nuestra búsqueda no persigue sentido alguno ni tampoco tiene un sentido intrínseco ella misma. Sólo busca algo que desconoce, con la única certeza, eso sí, de que ese algo existe.
Pitu no paraba de contar lo bien que le hacía el aire de las Sierras, hasta llegó a decir que la rejuvenecía y Hernán supo que lo decía en serio. Por lo demás, solo emitía comentarios para que ella se quedara contenta, para que continuara hablando al tuntún. Estaban saliendo de Buenos Aires rumbo a San Agustín, los primeros días de marzo: Hernán, con catorce años, acompañaba a su abuela en las primeras vacaciones después de la muerte de Félix. Mirtha, la madre de Hernán, se les uniría unos días después. Las precauciones y los consejos habían sido muchos y repetidos: que no tome frío, que no la deje tomar, que se cuide, cuidado en la ruta, que la abuela no ande sola por ahí. La abuela, con la salvedad del alcohol, había recibido idénticos consejos en relación a la seguridad de Hernán. La noche del viaje estaba muy fría y para colmo habían prendido el aire. Hernán le dijo a su abuela Pitu que estaba cansado, entonces se colgó el mp3 y se puso a mirar por la ventanilla. Al rato se quedó dormido. Lo despertó la voz de su abuela:
– Para mi el ocio no es revolucionario, querida Julia…
Estaba sentado en el jardín, escuchando una música alegre y comercial, cuando me dije: “quiero escribir una puta historia de amor”. Así que busqué una botella de cerveza, prendí un cigarrillo y me puse a recordar: pasé memoria por todas las historias de mis amigos, mis abuelos, mis viejos, hice lista franca de las dos o tres historias de mi vida. Como ninguna me cerraba, comencé a entremezclar anécdotas, lo que se dice imaginar, lo que debería estar haciendo si quiero escribir una buena historia de amor. No hubo caso. Escribir sobre el amor es dificilísimo. Entonces salí a caminar, porque creo profundamente que el movimiento activa ese otro movimiento mental, que se piensa y se siente mejor si uno no se queda quieto. Di vueltas unos cuarenta minutos. Antes de llegar me repetí de nuevo: contar una historia de amor es dificilísimo. Y así fue como empezó todo esto…