Erica Garcia fue el redoblante
que batía febril la expectativa
de mi adolescencia, la mansalva
evanescente de aquel rubí
que soportaba mi tedio
y para colmo rockeaba
como ninguna otra perra hermosa
que haya conocido este país.
Así fue que un día le pregunté
a mi amigo Felipe si sabía que era
de la vida de Erica; me contó
que ahora trabaja de mesera en un bar
de Reykiavich
que toca la guitarra y canta
los viernes por la noche
rabiosas versiones de Joy Division;
Erica sigue editando discos calientes
para las gélidas almas
de los agonizantes muchachos de Europa;
se ha cambiado el color de pelo
por un rojo exuberante y se hace
llamar Anneli
cuando toca en pelotas
su guitarra eléctrica. A veces
cuenta historias de amantes brasileros
y de sensaciones que pierden
su rastro en las nevadas; otras
se gana un sobresueldo
en la zona roja de la capital de Finlandia.
Su novio es un mercenario polaco
de ojos celeste llamado Jarro Bongo
amante del heavy metal
y del sexo duro. Todo lo demás
es top secret, muchachos.
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