Así definía Fito Paez a su nuevo trabajo, en aquel lejano 1999. Habían pasado cinco años desde Euforia (hasta entonces su último laburo de estudio) y lo que el rosarino había lanzado era un álbum complejo y fundamentalmente apoyado en el poder de sus letras. Primero: que difícil que un disco pretencioso sea, también, hermoso. Y que tenga la suficiente consistencia para dejar conforme al autor y al público. Abre es un discazo y representa esa época en que Fito, en cada entrevista, citaba alguna escena de una película de Kurosawa. Y hablaba de su nuevo disco como uno que incomodaría a muchos de sus fans. ¿Porque? Un disco largo (las doce canciones ocupan 72 minutos de pista: hagan cuentas) con una épica y una poética poco características en el rosarino, un perfil rítmico muchísimo más bajo que, por ejemplo, El amor después del amor, una suerte de introspección ideológica, una voluntad de decir, un rechazo al hitazo (el corte de difusión, esa maravilla llamada “Al lado del camino”)El disco también es una ensaladita sonora muy bien condimentada: rumba, guitarreadas cruzadas, baladas a piano, algo que por la actitud es cercano al heavy: “Desierto” es un tema extraordinariamente hardcore que a mi me despierta ganas de patear cosas. A nivel compositivo lo de Fito es de una riqueza fascinante, de lo mejor de su carrera: parece moverse por acumulación, sin hartar, saltando de un lugar a otro sin perder el equilibrio, derivando lunfardo urbano, citas literarias, realismo sucio: la palabra cuidadísima, precisa, potenciada por la música, tan distinta a las canciones de sus últimos discos donde parece primar cierta desprolijidad que si concuerda con el registro desafinado de la loca Paez. Hay otra cosa: la poesía parece disponer de la música, el ritmo, en muchos casos, proviene de los versos mismos. “La despedida” es una de las canciones mas lindas que he escuchado y tiene versos admirables: “Yo estoy a tu lado revolviendo
ordenando libros viejos que leí pero olvide
besos de tu madre en el teléfono
y la lluvia es un espejo
que me ayuda a verte bien.
Oigo tu sonrisa que ilumina
el estudio y la cocina
entre las copas y el café…”
El yo se camufla y se vuelve ciudad y multitud: es un yo mutante, desbordado que, por momentos, pretende abarcar muchísimo. Y si lo que es nuestro (según Fito) atraviesa el tamiz del compositor que quiere y busca y finalmente logra (o no) decir todo, eso se vuelve una canción enorme como “La casa desaparecida”: una voluminosa y adjetivada súplica que, como nuestro país, también deja constancia de todo lo que quizá pretendía ser este disco (uno hermoso, pero por momentos oscuro, despampanante, ambicioso y desesperado) y todo lo que pretendía decir Paez, aquel chico de 36 años necesitado de descargar su verborrea musical:
“… yo volví con Onganía y la cosa aún seguía
aristócratas patricios y Patricias de Anchorena
tan católicos mamones, protagonistas sin roles
yendo tras de un socialismo patriotero, indicalista
preparados todos para aterrizar en pista
ya vacíos los aviones, transformarlos en camiones
de intereses, balas tristes
y vecinas que no entienden que ha pasado
en este barrio tan tranquilo, tan callado
y quien dio la orden de cambiar el mundo…”
“… madres muy desesperadas cocinaban y planchaban
hoy sus hijos son caníbales fantasmas
los cadáveres se guardan o se esconden en el rio
en palacios de memoria ensangrentada
y tenemos pijas grandes, largas como mil facones
y anacrónicas arengas, melancólicas uniones
la bandera enloquecida, maten a los maricones
que los hombres van de putas para sentirse varones
siempre el padre omnipresente de mirada contundente
que escondía un seductor muy asexuado
gracias papi por las flores, por las reinvindicaciones
vos sabés los hijos nunca te fallamos
y si mami aún viviera, hoy sería jardinera
en el cementerio club de las pasiones…”
La letra completa, a quién le interesé, acá.