viernes, 22 de agosto de 2008

La invención de lo estático


Vagamos por los brazos del Delta en un bote a motor que conduce Polonia. Le preguntamos con Vero por qué tiene un nombre tan raro, ella dice que no sabe. Pareciera que no hay peces en esta agua oscurísima, un agua repleta de barro que va abriéndose entre islas y yuyos. Una tierra que no se extiende, que parece deformarse como una mancha de tinta que se corre. Los perros ladran desde los jardines o los techos de chapa de las cabañas. La Alemana tuerce el bote corto con precaución y ahora el viento nos da directo en el rostro. Yo meto un dedo en el agua y me lo chupo: tiene un gusto opaco, a vegetal, un gusto a mugre. Empieza a hacer frío. Oscurece. La madera gastadísima del bote se va arrastrando sobre la costa cuando encallamos. Parece una uña que se raspa sin quebrarse. Contentas corremos hacia la casa, hambre, pollo con ensalada, cuatro o cinco pájaros muertos flotando en la superficie de la pileta, arrancándole una mueca de asco a mi mamá y a Polonia...

Desde el principio, el cuento "Tigre", acá

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