En Frenesí, de José María Brindisi, Mauro corre desnudo por las calles de Buenos Aires: los días se vuelven insoportablemente largos, no duerme, se asfixia en el loft, la ansiedad es tal que fuma cinco atados por día. Brindisi pone en boca de Mauro una sensación terrible: la de ir tan rápido que hasta se pueden pisotear las sombras. Cierro el libro y no solo descubro que Mauro se convierte en mi amigo Hernán, sino que, desde hace casi media hora, Hernán es Mauro y viceversa: Hernán haciendo tallercitos de artesanías todas las mañanas en el Hospital Italiano, Hernán chupando como un alcohólico, Hernán medicado, Hernán balbuceando la formación del Independiente campeón del ´94, Hernán llegando a mi cumple semidormido, peinado como Brando en el Padrino, Hernán diciéndome, aquella vez hace casi un año, que la botella Ser de la heladera representaba la esperanza y la ilusión de todos nosotros: yo, él, los chicos. Todo esto empezó hace mucho, no se sabe bien como, es más, todo empezó con algo que en realidad nunca pasó: Hernán todavía sigue convencido que la noche del delirio nos juntamos a tomar unas cervezas. Es decir: en el curso razonable de las cosas, deberíamos haber estado en cualquier bar de Ramos, tomando hasta reventar. Hasta Hernán cree en esta versión. Yo y el resto sabemos que algo del orden de lo desconocido metió el culo.
Todavía no terminé el libro de Brindisi: Mauro está internado en el Borda y se presiente que, en las páginas que restan, van a sobrevenir cosas peores. La novela es genial pero se me está haciendo bastante dura. La otra historia, la de Hernán, la nuestra, está en un impasse, como una especie de línea recta que puede subir, caer, o seguir tristemente igual por mucho mucho tiempo.
jueves, 12 de junio de 2008
Leer de noche
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