En Frenesí, de José María Brindisi, Mauro corre desnudo por las calles de Buenos Aires: los días se vuelven insoportablemente largos, no duerme, se asfixia en el loft, la ansiedad es tal que fuma cinco atados por día. Brindisi pone en boca de Mauro una sensación terrible: la de ir tan rápido que hasta se pueden pisotear las sombras. Cierro el libro y no solo descubro que Mauro se convierte en mi amigo Hernán, sino que, desde hace casi media hora, Hernán es Mauro y viceversa: Hernán haciendo tallercitos de artesanías todas las mañanas en el Hospital Italiano, Hernán chupando como un alcohólico, Hernán medicado, Hernán balbuceando la formación del Independiente campeón del ´94, Hernán llegando a mi cumple semidormido, peinado como Brando en el Padrino, Hernán diciéndome, aquella vez hace casi un año, que la botella Ser de la heladera representaba la esperanza y la ilusión de todos nosotros: yo, él, los chicos. Todo esto empezó hace mucho, no se sabe bien como, es más, todo empezó con algo que en realidad nunca pasó: Hernán todavía sigue convencido que la noche del delirio nos juntamos a tomar unas cervezas. Es decir: en el curso razonable de las cosas, deberíamos haber estado en cualquier bar de Ramos, tomando hasta reventar. Hasta Hernán cree en esta versión. Yo y el resto sabemos que algo del orden de lo desconocido metió el culo.
Todavía no terminé el libro de Brindisi: Mauro está internado en el Borda y se presiente que, en las páginas que restan, van a sobrevenir cosas peores. La novela es genial pero se me está haciendo bastante dura. La otra historia, la de Hernán, la nuestra, está en un impasse, como una especie de línea recta que puede subir, caer, o seguir tristemente igual por mucho mucho tiempo.
jueves, 12 de junio de 2008
Leer de noche
sábado, 29 de marzo de 2008
Capsula de emoción
domingo, 16 de diciembre de 2007
Todo por 1.25
Todo el ajetreo se fue apilando en el viaje en bondi, desde el Club Ciudad hasta casa. Las pocas horas de sueño, las sensaciones fuertes del finde, no se cuantos cigarrillos camuflándose en la garganta afónica con el griterío casi constante del recital. ¿Cómo estuvo? Muy rocanrolero, feliz, impecable. Faltaron esos temas que siempre me faltan (“Con abuelo”, “Diez años después”, hoy le tocó el turno a “Media Verónica”) pero estuvieron los otros, siempre, la emoción rara cada vez que suena “Te quiero igual” o “Paloma” y muchos otros aderezos que andaban sobrevolando, cosas del contexto, acaso descifrables pero que se me reculan para expresarlas acá.
Mucho antes, el sábado, en la fiesta sorpresa a un amigo que acaba de recibirse de ingeniero, el papá nos abrazó y dijo que lindo, mirándome, que lindo que estén acá esta noche. Al final, cuando le pregunté cuánto teníamos que pagar por semejante cena (dos entradas, dos platos principales, dos postres, resumiendo, comí como un animal) la respuesta obvia vino acompañada con una frase destartahuesos, esas frases que marcan: “pero si yo te ataba los cordones de las botas de básquet hace quince años Martín, ¿que me vas a pagar ahora?”. Y le miré los bigotes canosos, la pelada incipiente pero siempre el flequillo, los anteojos gigantes. Y fue una emoción dulce, un bienestar, algo en lo cual pude reconciliarme un poco.
Después de todo eso el llamado de hoy a la tarde: la mamá de Hernán que me dice si no puedo ir a cenar a la casa, que el nene está contento, que la doctora le aconsejó ir de a poco, que Hernán quiere verme. Lo tremendo es eso último. Hernán quiere verme. Pero no puedo, ese es el tema, aunque me sienta para el traste, voy a ver a Calamaro. Le digo por qué no mañana, intento remarla, hace mucho que quiero llamar, hablar con él, averiguar de una buena vez por todas si es una clínica o si nos mintieron a todos con eso de las vacaciones interminables en Mar del Plata. Pero el miedo está ahí, subterráneo, la última vez le dije que todo parecía una gran despedida. Y lo abracé. No había pensado que de nuevo le daba palabras a lo innombrable, le daba su lugarcito, su posición en la cancha, vos jugás arriba, eso no se dice, no hay que decirlo. Un tiempito más tarde me comentó, como al pasar, envuelto en sus desvaríos, que algo de mí, de aquel encuentro, le había hecho muy mal. Y fue como meter la cabeza en una caja de cartón.
Saliendo del tema, o hablando de lo mismo, pienso en esa cosa invisible que me va uniendo a ciertas personas: con algunas, especialmente las que he conocido en estos últimos años, siento que el lazo es mío, que soy el que decide cuando sujetar o soltar el globo. Y punto. Pero también están los otros: el tiempo pasa, todos hemos cambiado mucho, yo estudio Letras, escribo poesía (mala), vivo, por así decir, en otra esfera. Y a veces esa sensación de que algo no encaja, que forzamos las piezas, pero estamos, la unión no se rompe y hay algo tan poderoso y sorprendente en ese anclaje. Pero siempre tengo esta constante por el reproche, la cosita culposa, por esto, por mi vieja retándome que no estuve en todo el finde, por asuntos propios del reci. Así fui acumulando en el viaje de vuelta, casi dormido en el asiento, la gente que anda ahí dando vueltas, invisibles, ciertas veces picándonos sin querer, las vacaciones, la posibilidad de un vehículo para mi poesía, la divertida imagen de Andrés tomando mates arriba del escenario.
domingo, 9 de diciembre de 2007
Dinero fácil
Me pasó el viernes con esta película, esa sensación de viaje en el tiempo, de estar ahí en mi casa a las tres de la madrugada tomando ferné, pero también trasladarme diez años atrás, revivir sensaciones con mi viejo, las misma alegría cada vez que Richard Dreyfuss apostaba y ganaba un montón de plata.
Quizá por que nunca la dan, se convirtió en un puente inmediato a otra cosa, un tubo boom, uno de esos pasajes tan a lo Cortázar: cada escena era el recuerdo de la escena pero también de los comentarios que hacía mi papá, de tener entonces la viva imagen de mi hermano diez años atrás, un día de semana trasnochando como rara vez hacíamos, para ver el final, lo que uno ya sabía: qué el perdedor iba a tener ese día soñado por todos nosotros, ese día en que todo sale de pe a pa. Y si bien la casa (y nosotros y todo) cambió por completo, la cocina es otra, todo distinto, de alguna manera los muebles y las espacios del noventa y pico se fueron amoldando a los de ahora, todo encastrado a la perfección durante esas partecitas del film en que yo miraba a los costados y me reía como si estuviera loco. Creo que la cosa en sí fue exactamente contraria a lo que me sucedió la vez que volví a ver “El oso”. Esa vez me acordé de mi abuelo llevándome a ver esa película casi muda a uno de los cines del centro. Yo habré tenido seis o siete años, no me acuerdo, y después fuimos a comer a una pizzería que estaba justo en la esquina. Ese es uno de las tantas anécdotas que tengo con él, pero es una anécdota vacía, es solo un símbolo de algo que a veces intento reconstruir, es solo palabra o recuento imaginario, no hay verdad ahí, no hay humanidad ni cuerpo. Cuando volví a ver “El oso” no hubo viaje ni traslación, solo tristeza por la ausencia, preguntas, ganas de replicar sensaciones que ya no estaban. Y todo esto va sucediendo en épocas en que el paso del tiempo dice acá estoy, date cuenta, y no por mí, sino por amigos que se reciben, o se casan, o por los viejos, que se van poniendo grandes. Y uno igual o casi, parecido a esos años que se confunden, 2004, 2005, etc.
lunes, 3 de diciembre de 2007
El viaje, imposibilidad de la huida
miércoles, 31 de octubre de 2007
Asi estamos por casa
A la tarde, chusmeando el blog de Molina, pensé que a mi me pasaban otras cosas. Tal vez una pequeña leyenda que mi madre se encarga de contar ante mi vergüenza, claro, cada tres o cuatro reuniones familiares, me recuerda que en el jardín tenía dos novias. Varios años después, en aquellos veranos de colonia de vacaciones, una de las chicas que luego sería bomba térmica de la secundaria, se me acercaba un rato cada día, jugaba conmigo a las hamacas, me regalaba puñados de caramelos Sugus. Hasta creo que una noche de campamento caminamos de la mano, asustados por que nos habíamos atrevido a dar la vuelta a un laguito artificial y podrido, levemente fantasmal: se decía que nos podíamos hundir en el barro, que era peligroso ir solos, que había una señora loca que vivía al final del predio. Creo que menos por timidez, por ese entonces era más importante que al subir el chofer del micro me convidara Coca Cola que mi “noviazgo” con Sabina. Mientras sucedía esto, o después, por que ya no recuerdo demasiado bien los grados (que son esa manera de contabilizar las edades que tenemos cuando chicos), me dedicaba a escribir cartitas de amor por encargo. En una de esas porque escribía bonito, o no cometía tantos errores ortográficos, o sabía decir con linda letras “estoy enamorado de vos”, algunos compañeros se empecinaban en que les pasara por escrito esas ganas de estar con alguien. Al final, si todo salía bien, recibía un gracias y hasta una golosina en el kiosco del cole. Creo que después, un poco harto, comencé a poner al final de la hoja escrito por Martín, seguramente con la secreta esperanza de que alguna de las chicas se fijara a quién tenía un par de bancos atrás, siempre flaco y con el pelo renegrido.
Pensando, no solo me pasaban otras cosas, sino que estas eran exactamente contrarias a las cosas de Molina.
martes, 16 de octubre de 2007
Día de la madre
A veces pienso que soy yo, el nene varón más grande, uno de los motivos del constante malhumor o la tristeza disfrazada de rabia de mi vieja. ¿Las cosas serían distintas si aquel otro nene hubiera terminado de nacer y crecido y jugado con triciclos y perros dálmatas? ¿Entonces yo tendría otro nombre, sería un tipo distinto, tendrían menos efecto mis cosas? Como es un tema innombrable o casi olvidado en una familia que ha aprendido a escapar de los sentimentalismos y el recuerdo, mi pregunta es uno de esos círculos dibujados a mano, siempre chuecos, repletos de pancitas o deformidades. De pronto me digo que no soy yo, es el trajinar de una vida que no salió como se esperaba ¿Pero en realidad hay vidas imaginadas? ¿O solo hay mayores o menores cuotas de inconformismo o lucidez, orientadas en direcciones más o menos correctas?
Hace unos meses escuché a mamá hablando con una amiga, diciendo yo no sé, realmente no sé, como me aguantan acá, siempre levantándome malhumorada, con esta cara. Y quizás días en que uno está tan hijo de puta que le escapa a un abrazo necesario (como hoy) o piensa en voz alta esas cositas que mejor guardarse para dentro. Un hijo como este, cierto, una pesadilla a pagar en cuotas extensísimas: ¿Y si algún día tengo una nena, y si me enamoro de esa nena como sin dudas me voy a enamorar, y si esa nena salé con estas manías tan propias, tan mías? Mejor ni pensarlo.
La cosa es que llega el día de la madre y me he puesto a pensar en un regalo bonito. No quiero regalar ropa, ni carteras, ni zapatitos. Una de las pocas expresiones de gustos que le he escuchado a mamá es el ballet. Busco en el google: no hay nada programado en el Coliseo hasta diciembre, en el Luna Park está ese tal Iñaki que aparece en las revistas, pero la entrada barata y acorde al bolsillo debe ser al lado del baño de caballeros y el resto cuesta un ojo de la cara (¡oligarcas!), así que termino chusmeando las ubicaciones en el Teatro Astral, pensando que Cabaret puede ser tan linda como dicen, que no cuesta tanto, que hace muchísimo que la vieja no tiene oportunidad de estrenar la ropa que le regalamos otros años, un sábado a la noche, en un teatro o en una cena.