Descubrir de pronto que aquel hitazo de la infancia que decía “Un elefante se columpiaba sobre la tela de una araña…” es, en realidad, una canción para suicidas.
Sentados al borde de la pileta a las cinco de la tarde, con una Quilmes helada esperando a la sombra, el hermano de mi amigo nos cuenta sus experiencia con el ácido. Su primer consejo es que, para la gente virgen como nosotros, un cuarto vendría a ser más que suficiente. Nunca tomar en soledad, nos recomienda. De ser posible aprovechar unas vacaciones en las sierras, con las montañas de fondo, mientras nosotros intentamos subirnos a uno de esos silloncitos inflables, nos tiramos agua, tomamos sol. El efecto puede durar 24 horas y un buen porro, al día siguiente, te puede volver a poner a bien arriba. Me espanta un poco la idea de estar puesto un día entero. En realidad no me entusiasma demasiado drogarme: suelo sentirme un idiota y, más de una vez, estuve ansioso por volver a la normalidad. También me deprime un poco ese no acordarme de algunas sensaciones mientras estoy hipersensible, mientras pienso en luces o dibujo ideas. Como si fuera un tiempo vacío que mi obsesión por la utilidad (¿burguesa?) no me permite disfrutar. A veces se me da por pensar que no estoy capacitado para disfrutar nada, ni lo premeditado ni tampoco lo espontáneo. Después vemos el partido de fútbol y tomamos mate. Vuelvo a casa para pegarme una ducha y volver a salir y, caminando, me doy cuenta que siempre tengo cinco o diez minutos realmente depresivos. Durante el año, las cinco cuadras que separan Rivadavia de la facultad son un buen ejemplo de esto. Va terminando el año: demasiadas fiestas, demasiados cumpleaños. Sueños en los que amanezco en una casa quinta, rodeado de gente desconocida: estuve durmiendo bajo un árbol y sopla un viento fresco. Finales de diciembre: un túnel de cerveza, dolor de cabeza, risas y música que a veces cansa un poquito.
Ayer a la noche me llegó este mail. Lo cuelgo, quizá para compartir un poco el malestar:
"El lunes salen a la venta las entradas de RADIOHEAD en ARGENTINA, y VOS podés ser el AFORTUNADO....Si tenes $ 270 !!?!? para pagar la entrada (o sea, 90 dólares).
Sabías que:
- De toda la gira lationamericana que está haciendo Radiohead somos el único país al que se le vende una entrada de precio único?
- En todos los otros países las entradas cuestan desde 40 dólares o menos , es decir la mitad que en Argentina?
- En todos los otros países hacen más de un solo show?
Si RADIOHEAD acepta cobrar entradas que cuestan desde15 dólares en México!! desde 40 dólares en Brasil y Chile......por qué en Argentina suceden estas cosas?
Mientras el Flaco Spinetta tocaba gatarola en la Costanera Sur y los Cadillacs volvían con un recital de dos horas y media en River, nosotros, que le escapamos a las multitudes, nos fuimos a escucharla a ella a El Nacional: íntimo, acogedor, hermoso.
Viajo en bondi para el centro. Quedé en estar en eso de las seis o siete en Villa Crespo para aprovechar un poco la pileta y dar una manito con el asado. Son las nueve y media pasadas. La puntualidad no es lo mío. Mientras viajo voy imaginando nombres para el proyecto editorial. Saco el cuaderno y anoto: Benji Ediciones; El editor enmascarado; Master of the universe. Miro por la ventana como si buscara inspiración en los negocios y la gente con la que me voy cruzando, como si hubiera una forma de empaparse de todo lo que pasa alrededor y expresarlo en una, dos o tres palabras. Me bajo del bondi y espero otro, a tres cuadras de Puan. Me llega un mensaje al celular: “¿Dónde estás? Afila los colmillos, tengo alguien para presentarte”. Me río. Llego justo cuando van saliendo las primeras tiras y los chinchulines. La chica que me presentan es bajita, muy flaca y rubia. A tono con el verano que se viene, tiene los cachetes rojos y los brazos bronceados. Juega al jockey, me dicen. Comemos. Tomamos (mucho) Un pelilargo que no conozco se pone a tocar canciones de Sui Generis y Sabina en el teclado. Después, ronda de pileta nocturna. Bombas múltiples. A la rubia se la gana el musician. En algún momento de la noche, después de la fiesta a tres cuadras de Corrientes y del federicodealvear con speed, me acuerdo de una frase que leí en el blog de Pedro Mairal: “La poesía no atrae mujeres, solo evita que se vayan”
Mientras va terminando el año y el tiempo se divide entre fiestas y encuentros y finales (y cumpleaños, presentaciones editoriales, planes de vacaciones para bolsillos flacos) también hay ratos para cranear proyectos e ir pensando, no tanto en todo lo que pasó, sino en lo que viene. Queda tiempo, además, para leer libros o ver películas después de los churrascos con papas fritas de la cena. Siempre que me dan ganas de escribir unos apuntes sobre cine o matizar mi gusto sobre algo, me pregunto si este blog tiende hacia comentarios medianamente serios y críticos o, en cambio, busco una expresión personal, un puñado de ideas o sensaciones. Creo que haré un mix entre ambos. Hace un rato terminé de ver My blueberry nights y pensaba que, cualitativamente, el cine sigue siendo una experiencia maravillosa. Podrá ser cierto que el 95 % de la cartelera está repleta de films que más vale perderse, pero por suerte cada tanto me encuentro con tipos como Wong Kar Wai. Quiero decir que no es la primera peli que veo del oriental, hace uno o dos años me crucé con 2046 y, mas allá de lo visual, me quedé con sabor a poco. Un gran idea para un cuento, entre amoroso y fantástico (Bioy Casares pudo hacer maravillas con ese argumento) pero me embolé. En My blueberry nights tuve la sensación de que Wai hacía logrado equilibrar lo estético (la fotografía y los tonos son extraordinarios) con el contenido: una especie de maniobra que deja al tobogán estable. En fin: una road movie romántica que recorre la carretera 66, donde brilla Norah Jones. Y los actores secundarios (hay gente como Jude Law o Natalie Portman que nunca decepcionan) Y cada diálogo. Y la música: la versión de Harvest moon del enorme Neil Young pone los pelos de punta.
Que haya venido mucha o poca gente a la presentación es lo de menos ( o quizá no, pero mejor decirlo así, decir, como en realidad creo, que mas allá de haberme traído para casa cinco o seis ejemplares, el asunto me importa demasiado poco en realidad) Hubo lindas palabras, vino y empanadas. Una lluvia demencialmente bonita para cerrar una semana de calor agobiante y apagones recurrentes. Apagones de mierda que te obligaban a transpirar la cara por las noches, a dejar la ventana abierta e intentar dormir con la luz de calle de los vecinos (que si tenían electriciti) entrándote en los ojos. A la vuelta me bajé en Ramos y terminamos en un cine de Devoto: de la película se rescatan algunas cosas, entre ellas los planos de Ridley Scott y la pareja protagónica (Crowe y Di Caprio) Pero esto no es una crónica, ni tampoco quiero hablar de cine. Lo más interesante fue la tormenta: moviéndome por Buenos Aires mientras todo se inundaba y las calles se hacían poco menos que intransitables: saltar cordones, empaparse, reírme de la completa inutilidad de los paraguas. Vuelvo a la presentación. Mientras ella leía un poema mío, yo pensaba que desnudarse enfrente de otros, muy especialmente de mis viejos, no debiera ser un acto tan violento.
Hace meses que veo un cartel de remate judicial en el departamento más alto del edificio que ocupa toda la esquina. La familia amenazada, aturdida, espantada, condenada por un error o por la falta de algo.
Hay zonas en mí que tendrían que tener un cartel así con letras un poco más grandes hay gente que no ve bien.
Un remate judicial de mi parte cansada de la que repite el mecanismo que traba, que ahoga, que fabrica deficitarios emocionales.
La neurona asfixiada, la palabra que nombra lo que no estoy pensando la neurona pasa de uva, el corazón diabético.
Pero no sé quién puede querer lo que no supe cuidar.
Me contaron que tenés una novia, me lo contaste vos cuando hablamos por teléfono somos los mejores amigos.
Es imposible ser sano todo el tiempo, ser colorido, ser buenísimo, ser genial, ser feliz todo el tiempo, estar comprometido con la vida, es imposible decir el nombre completo de alguien cada vez que se lo nombra.
Mi vaso de fernet disminuye con idéntica simetría a las intermitencias de mi conexión a Internet: tomo un trago por cada mail que no mando, por cada foto de Catherine Hepburn o de Mia Farrow que no termino de encontrar a través del buscador de imágenes del google. Entonces corrijo poemas, fumo, tomo fernet, ojeo el libro de Paula Oyarzábal. Se va haciendo tarde. Si hay algo que no me gusta es que los autores me regalen sus libros, por más o menos amistad que exista, especialmente por dos motivos: el primero por que a mi, llegado el caso, no me gustaría regalarlos; el segundo se debe a que conozco el esfuerzo de publicar (económico y del otro) y por eso me resulta una cagada que no haya una devolución afectiva/ material, si se quiere, o al revés, también. No diré algo que Paula no sepa, pero sus poemas me recuerdan la brevedad y la contundencia de algunas cosas de Silvina Ocampo. Entre muchos, este es uno de los que mas me ha gustado:
En estos últimos años Tonga chupaba casi una botella de Fernet por día. Dormía muy poco y nunca le noté el pedo, quizá hablaba menos, se envolvía debajo de su piel y pensaba, era como si lo único que le quedara era su pasado y la bebida. Desde que murió abuela, hace ya cuatro años, le cocina mamá. Tonga no tenía amigos, vivía encerrado. Me doy cuenta que hablo de él como si estuviera muerto. Pensar en estas cosas me hace crecer la sed, pero pensar en algo afloja un poco las puntadas, aquieta la respiración, me concentro en una cosa cualquiera y me calmo. Me fijo en donde estoy. El viento trae algo de lluvia y un gato pasa arando delante mío. Siento un dolor poco hegemónico en el pecho.
La correntada de aire me hace tiritar. Me subo el cuello del camperón y me acomodo la bufanda escocesa dentro del pulóver. En lo alto mantengo el fogonazo rabioso de la antorcha, que ilumina los pastizales de la plaza de los rateros: los bancos están destruidos, olor a pis de gato, bandadas de árboles que mueven sus copas bajo un ritmo impreciso. La noche no ilumina nada.En algunas casas, si se fuerza la vista, lo que se percibe es el fulgor de las velas detrás de las persianas. La mayoría duerme. Algunos pocos deambulan con linternas o con antorchas por el barrio, buscándolo al borracho de Tonga. Distraído cruzo la plaza y pateo una latita de coca cola descascarada: como mosquitos se me vienen encima los pedazos de cartones, toneladas finiseculares de basura hueca. Desde la altura de la calle el corte de luz parece total: una oscuridad negrísima burbujea mientras la lata que pateo hace un ruido metálico sobre el césped, una vez, dos veces, hasta que me doy cuenta que me aburro como un perro. No tengo nada en que pensar. En un portón se me da por apretar un timbre y salir corriendo. Cuando llego a la esquina recupero el aire, me agacho, me doblo sobre mi mismo bajo una sed exasperante. Sufro unas puntadas horribles que crecen desde la panza.
El propio Oesterheld tenía un taller gráfico debajo de la cancha de Huracán. En la superficie bullían las gradas, las tribunas de concreto, los miles de quemeros que los fines de semana alentaban a su equipo, literalmente bajo tierra, Germán ideaba sus personajes. Era un lugar chiquito, sucio, con muebles que parecían caerse a pedazos, aceite y grasa. Una tarde en que entró sin avisar un tipo de jean completamente desconocido, Germán y Atilio se asustaron. El tipo les preguntó que hacían ahí. Historietas, dijo Oesterheld. Ah, murmuró, pegando media vuelta, como si hacer comics en el subsuelo de una cancha de fútbol, al lado de las calderas, fuera la cosa más normal del mundo.
Salgo de casa y la veo a mi vecina, en pantuflas, metiendo algo en una bolsa de consorcio. La saludo y me quedo mirando que es lo que empuja, lo que hace fuerza por meter en la oscuridad. ¿Será el cadáver de su marido? No: es un árbol de Navidad enorme, me dice, que lo quiere tirar desde hace años.