A la tarde, chusmeando el blog de Molina, pensé que a mi me pasaban otras cosas. Tal vez una pequeña leyenda que mi madre se encarga de contar ante mi vergüenza, claro, cada tres o cuatro reuniones familiares, me recuerda que en el jardín tenía dos novias. Varios años después, en aquellos veranos de colonia de vacaciones, una de las chicas que luego sería bomba térmica de la secundaria, se me acercaba un rato cada día, jugaba conmigo a las hamacas, me regalaba puñados de caramelos Sugus. Hasta creo que una noche de campamento caminamos de la mano, asustados por que nos habíamos atrevido a dar la vuelta a un laguito artificial y podrido, levemente fantasmal: se decía que nos podíamos hundir en el barro, que era peligroso ir solos, que había una señora loca que vivía al final del predio. Creo que menos por timidez, por ese entonces era más importante que al subir el chofer del micro me convidara Coca Cola que mi “noviazgo” con Sabina. Mientras sucedía esto, o después, por que ya no recuerdo demasiado bien los grados (que son esa manera de contabilizar las edades que tenemos cuando chicos), me dedicaba a escribir cartitas de amor por encargo. En una de esas porque escribía bonito, o no cometía tantos errores ortográficos, o sabía decir con linda letras “estoy enamorado de vos”, algunos compañeros se empecinaban en que les pasara por escrito esas ganas de estar con alguien. Al final, si todo salía bien, recibía un gracias y hasta una golosina en el kiosco del cole. Creo que después, un poco harto, comencé a poner al final de la hoja escrito por Martín, seguramente con la secreta esperanza de que alguna de las chicas se fijara a quién tenía un par de bancos atrás, siempre flaco y con el pelo renegrido.
Pensando, no solo me pasaban otras cosas, sino que estas eran exactamente contrarias a las cosas de Molina.
miércoles, 31 de octubre de 2007
Asi estamos por casa
martes, 30 de octubre de 2007
En ascenso
La autoestima sube
mientras saco la juguera del mueble y preparo las naranjas
luego aprieto con fuerza, mucha
que se puede
y salen los hilitos y las semillas y la pulpa
la tapa cerrada por que me gusta que el chorro
escupa de golpe, no despacio
cinco o seis segundos hasta que el remolino de la juguera
se siente en la palma y ahora otra naranja
partirla al medio, cerrar la tapa y lo mismo;
como avionetas pasando a mil
tomo mis proteínas saludables,
soy un buen hijo de mamá
aunque parezca lo contrario.
domingo, 28 de octubre de 2007
Una canción bonita...
para terminar de una buena vez este domingo, Me daras mil hijos, "Sueños de auto stop"
jueves, 25 de octubre de 2007
Laucha
I
Son las once de la mañana. Debe ser mamá. Va a esperar que saque el cuerpo de la cama, me ponga las pantuflas, abra la puerta. Quizá proteste por la poca ventilación o esa mugre seca que imagina desde la puerta, amontonándose en todas partes. Por qué nunca entra, eso es claro, se limita a refunfuñar un buen día, a maltratarme con esa mirada ridícula, como si no acabara por reconocerme o me confundiera con otro. No la culpo. Yo también me quedo frente al espejo un rato antes de abrir la puerta y manotear el desayuno, me quedo frente al espejo, sin saber bien que cosa busco en la cara, que sombra o gesto hay de mí en esta cara gorda que me mira. Es que soy un gordo asqueroso. Solito me doy cuenta. Ni falta hace que mamá me lo refriegue cada vez que golpea la puerta como una rompe pelotas. Pero siempre me termino por levantar, siempre, pensando que debe ser mamá, que la vida nunca trae sorpresas, que yo no quiero sorpresa alguna que trate de tirarme la puerta abajo a las once clavadas de la mañana. Me interesan las facturas de grasa y el diario, solo eso, a veces alcanzarle el lazo de Laucha, que lo haga hacer pis, que sienta el aire fresco en el hocico.
Es mamá, no hay vuelta que darle, mirando sin reconocerme, como se mira la espalda de alguien. El pobrecito de Laucha gime: tampoco le gusta salir, se me ha acostumbrado al encierro, al aroma de los papeles de diario que cubren la cocina. Acaso le moleste la luz: ese elemento sucio que demuele las cosas volviéndolas indescriptibles, prácticamente inusables. Pero mamá no comprende. Me mira con asco. Piensa que estoy gordo, que las estrías en los brazos son asquerosas, además las varices; que por lo menos tendría que sacar al Laucha, dar la vuelta manzana como un perro, como el mismo Laucha, perro viejo y tonto.
Pero al rato mamá vuelve. El desayuno rico, comento. Ella dice que sí, perfecto, y después se queda callada como si estuviera reprimiendo sus ganas de escupirme.
No vuelvo a ver a mamá hasta el anochecer, cuando me trae la cena. El resto del día se pasa lento: meriendo, leo el diario, me echo en la cama. En general dormito hasta una hora imprecisa en que miro por la ventana, esa hora en que los veo. Los dos caminan despacio, como si tuvieran miedo a caerse, un pasito delante del otro. Uno es viejo, tal vez demasiado, camina encorvado con los brazos adheridos al cuerpo. Hay en él una falsa suavidad, la máscara pueril de un hombre sometido: tiene un modo sucio de morder el cigarrillo, una mirada entre gozosa y alerta. El otro, bastante más chico, parece maricón. A veces abraza al viejo, le señala algo, un chico jugando en el tobogán o un árbol cualquiera. En el maricón hay otra cosa, algo indefinido que contrasta con su cara lisa de bebé. No sé. Tampoco me importa. Lo que me divierte es esta hora crepuscular en que caminan juntitos por la plaza; ese momento en que el letargo del día entero se apura, como si la inmovilidad que me gobierna me brindara una pausa, una detención de la culpa. Los miro y entiendo que existe un universo más allá de mi terror y mi grasa.
Los jueves me toca limpiar la porquería del Laucha. Me da reverendo asco y la porquería se acumula en los rincones o en el baño. A veces la voy empujando con el pie hasta el balcón, y queda ahí, maloliente, hasta que el olor nauseabundo deja de infectarme los ojos. El Laucha es tan mugriento como yo, cosa que siempre dijo mamá. Tal para cual. La pareja perfecta. El bicho no es tan gordo, pero francamente es un pobre espécimen de perro. Por algo le puse Laucha: está medio cojo y es terriblemente vago. Hay ocasiones en que morfa acostado, todo sea por no levantarse, o anda por el departamento arrastrando la panza, con las patas traseras casi muertas, inútiles. Cualquier otro no podría ni comer ante la presunción de esa deformidad acostada a tan solo unos metros.
La cosa es que tengo que limpiar la porquería. Recién pensaba, mientras el nene le prendía un cigarrillo al viejo, que bien podría tirar la caca por la ventana. A nadie le importaría. Acá me tienen como un lunático, nadie se atrevería a rajarme, pero, por sobre todo, le tienen un respeto enorme a mamá. Lo que sucede es que sería brutalmente gracioso esto de un pedazo de mierda cayéndole en la cabeza a una señora. O a un tipo de traje, con el portafolio a cuestas, hablando interminablemente por su teléfono celular. Me parece que lanzaría una puteada rabiosa, un gesto obsceno hacia arriba, la cara salivosa y alerta ante otro pedazo maloliente silbando del cielo. En fin. Imagino que limpiaré después de comer. En realidad no creo que tire la mierda hacia abajo.
Ahora que lo pienso, una cosa extraña son las manos. La del viejo parece un gato hecho ovillo. Esos gatos que no buscan mimos, que no buscan más que un rincón solitario para echarse a dormir y comida en el plato. La del pibe es más bien como un pájaro volando alrededor. Algo abierto, desenfrenado, vivo. Me pregunto cómo serán mis manos, pero me cuesta trabajo identificarlas. Le tendría que preguntar a mamá, pero a ella no le interesan estas cosas. Hablando de ella, hoy no ha querido sacar al Laucha, dice que está meando sangre, que le da asco. Sencillamente no quiere. Yo no lo pienso sacar. No bajaría a la calle por nada del mundo. Ni siquiera por el Laucha.
A las once de la mañana mamá golpea, con esa cara demolida incrustada por encima de los ojos. Me alcanza el desayuno y el diario, unas naranjas para exprimir, tienen vitaminas, dice. Luego da media vuelta, sin mirarme. Me deja con la correa en la mano y con la palabra Laucha encastrada en el medio de la boca: el perro no se ha levantado: sigue meando sangre, cagando blando. Me tiene un poco triste. Creo que se muere. Yo no creo que un perro presienta la muerte, no creo, pero la verdad es que nunca se sabe. Eso debe ser terrible. El presentimiento digo, aunque tal vez, al envejecer, uno se va acostumbrando a la idea. O se cansa de las cosas, que es lo mismo. Pero el Laucha no puede saber nada del tedio o el cansancio, estas ganas de morirse de una vez por todas. La muerte ajena es una cosa muy distinta a la muerte de uno. Y el Laucha se me muere. Nada que hacerle. Y por si fuera poco sufre como un condenado. Me doy cuenta por los ojos, por esa permanencia que no es vagancia sino dolor inyecto; también por la lengua, tan reseca y ajada.
Ahora va llegando lo que te quiero contar, todo el resto, lo anterior, es preámbulo, excusa para qué te des una idea del asco que me tengo. Que mi único divertimiento son dos tipos que caminan siempre a la misma hora y mi único compañero, el único que tengo, es un perro demacrado y moribundo. Este perro de mierda que se muere sin remedio. Y aunque no lo creas, aunque sea inmensamente difícil imaginarme a mí, a esta bestia, tengo ganas de llorar. Si se muere el Laucha yo me pudro, se me pudre el alma. No tengo más que el Laucha, sencillamente no tengo otra cosa: no tengo madre, no tengo amigos, tal vez no tenga sombra, acá está siempre tan oscuro que uno no logra estar seguro de nada.
Si, tenés razón, prometí contarte. El Laucha comenzó a gritar bien entrada la madrugada. Supongo que hasta los vecinos lo oyeron. Hay veces en que sueña con dios sabe qué, es que no imagino que puede soñar un perro, la cosa es que sencillamente sueña, se pasa un buen rato gimiendo, hasta que le grito “Laucha” y se revuelve en su colcha. Pero anoche comenzó a gritar distinto, a sufrir a gritos, no sé explicarte. Yo no supe que hacer. Lo levanté a la fuerza y lo encerré en el baño. Después cerré la puerta. Lo dejé así el resto de la noche, sufriendo, arañando con las patas la madera de la puerta.
Mamá llegó como siempre a las once de la mañana. Se espantó con esos gritos harto cansados, que no eran aullidos ni nada, gritos te digo, que nunca oí salvo en esas películas de guerra, aunque no eran lo mismo, claro. Mamá entró con mucho miedo, como si algo le ordenara que sí, que esta vez bien podía entrar al departamento. Y me miró con ganas, sin repulsión, como si en verdad quisiera al perro o me quisiera a mí. Luego, muy despacio, los dos entramos al baño. Ahí estaba. Sencillamente ahí con el estómago inflado y acurrucado en un charco de sangre seca. Entonces mamá se puso a llorar, así como te cuento, de la nada se puso a llorar. Es que estaba vivo, aunque ninguno podía saber como seguía vivo este animal de mierda. Ella no quiso preguntar cómo fue que lo había encerrado en el baño, cómo era posible que un gordo hubiera hecho algo como eso, yo, este gordo, con el perro que tanto quería. No lo dijo pero sé que lo pensó. Por eso se fue corriendo al rato, enferma de espanto, cuando se le ocurrió que ya no había perdón, que ya estaba podrido, completamente podrido de pies a cabeza.
Sé que suena estúpido pero volví a quedarme tildado. La puerta del departamento abierta. El desayuno abandonado en el mueble de la cocina. Como el Laucha se había quedado tranquilo lo dejé en el baño, agotado de sus gritos inútiles. Después hice lo de siempre.
Ese día fue en verdad terrible, el más terrible que me tocó vivir. Cuando comenzó de nuevo me decidí a llevarlo. La idea me llegó como una descarga a la cabeza, no se bien cómo, de una forma fugaz, con una potencia distinta, como si ahora pudiera, como si las cosas fueran de pronto demasiado claras para ignorarlas. No sabía donde. Sacarlo nomás. Cuestión de preguntarle al encargado. Entonces lo levanté sofocado entre gemidos, temblando como la gran puta, y lo envolví con la capa de un viejo disfraz de Superman que todavía guardo en el armario.
Y después de una pila de años tomé el ascensor y salí del edificio.
Ni una sola vez quise mirarlo a los ojos, tenía el pelo pegoteado, los músculos rendidos, una baba verde que le goteaba a través de la espesura de la lengua. Tenía trozos de lágrimas hundidos en el hocico, un caminito de hormigas, algo por el estilo. No quise mirar más. Como te contaba, tampoco quise mirarlo a los ojos, algo me indicaba que, de mirarlo, el recuerdo de esos ojos desbarataría mi cuerpo, que en todo caso ya no podría rearmar mis restos.
El encargado miró con temor. Dijo que pediría un coche, que a unas pocas cuadras había una veterinaria.
Como el coche no llegaba decidí caminar.
Si me preguntás que sentí en ese momento con el Laucha a cuestas, andando afuera, no sabría que decirte. Puede que no haya sentido nada.
Crucé la calle, yendo para el lado de la plaza Irlanda, pensando que es mas corto, que por el medio se llega más rápido a la avenida. Sentido común. Claro. Pero me olvidé de un detalle. Ese detalle. El que ahora pensás. Es que los dos estaban ahí, sentados en una banca, el marica y el viejo. No sé si me miraron. Puede que sí. Y si lo hicieron fue como si todo este tiempo hubiesen estado aguardando que bajara, esos dos, tan diminutos y contemplativos. Comprendí que esa mirada sucia terminaba por humillarme, que todo esto era una abominación de la desolación, una forma del miedo. Pensé que todos estos años de encierro no fueron reales, que con ellos no podría construir una sola palabra, siquiera abollarlos, escupirlos, maltratarlos verdaderamente. Tan sencillo y brutal como eso.
Miré embobado la plaza un cuarto de hora, los chicos jugando, el pasto, el griterío. Así miré, pensando idioteces extremas, hasta que el Laucha se quedó bien quieto, hasta el instante mismo en que la pata izquierda dejó de temblar para convertirse en algo así como un gato dormido o una bolsa de comestibles.
martes, 23 de octubre de 2007
La semana de los muertos vivos
Últimamente me siento bastante dormido, pareciera que estoy harto de tantas cosas y se me da combatir el hartazgo con mi mayor inanidad: no me rebelo ni pienso ni hago. Todo se mueve light, sin peso, no hay amor ni desolación, tampoco hay ganas de buscar ninguna de las dos cosas. Ando de aquí para alla con el mp3 pegado a las orejas, casi sin darme cuenta que estoy cansado de escuchar el mismo disco.
Ayer, sentado ante la compu, di rienda suelta a un bollo que no creía tener: escribí tres o cuatro poemas de un tirón, o por lo menos les di forma al cuerpo principal, cuerpo que después hay que retocar, torcer, arrancar (como ahora). Por lo menos pareciera que algo sigue activado, que todavía funciono aunque camine como un sonámbulo: la pieza del fondo sigue con luz, eso es bueno.
Satélite:
las antiparras azules, por favor
no me dejes hundir en altamar
abajo hay buzos que estrujan los dedos
no se que buscan
pueden comprar gemas por teléfono
cascajos en exorbitante cantidad.
la belleza es un mito del pasto
mi pequeño aviador
tus alusiones son delicias lejanas
inhóspito viento en la boca
al abrirse
puede llenarse de tragedia y vuelo
caída que aguarda:
no hay red de protección aquí abajo.
la sonrisa dolorosa
a tus huesos les falta un cartelito que diga
recién pintados, mi pequeño
una luz de gente opaca la fantasía
lunes, 22 de octubre de 2007
¿Yo?
Aunque tengo mis momentos de dulzura
no voy a negarlo
la glucosa es un componente extraño en mi organismo.
Una vez me dijo el diariero, yo era chico,
tu reloj de arena trabaja a deshora. Era verdad
ahora lo sé
la madurez es como los cordones al desatarse:
hago un doble nudo y sigo caminando.
viernes, 19 de octubre de 2007
¿Y si te mando a vos?

jueves, 18 de octubre de 2007
miércoles, 17 de octubre de 2007
Domingo
Cena con Lucila; viajo a San Miguel, me cuesta encontrar la dirección por que no tengo mejor idea que olvidar mi infaltable Guía T. Casi llegando veo en el subsuelo del edificio, a través de unos ventanales que dan a la calle, una pileta climatizada: una mujer grande, de malla enteriza, se lanza de clavado. No puedo evitar pensar en “Lost in Translation” y me imagino un poco Bill Murray, con su risueña cara melancólica y gastada.
Después de abrazarla a Luci y decirle- en serio- que está mucho más flaca, le comentó lo de la pileta. Se puede nadar hasta las once, me dice. Me quedo callado. Comemos lasagna en un departamento de piso alto, con mucha luz. Luego tomamos cerveza. Quizá porque viví siempre en una casa con jardín, los departamentos me impresionan, me imagino recorriendo escaleras de madrugada, tejiendo historias absurdas con vecinos, cosas así. Después de comer -muy rico- y charlar, Lucila se queda dormida arriba de la mesa, con el cabeza muy torcida sobre el brazo. Aprovecho para fumar un cigarrillo mirando por la ventana: parece que todo cabe en la vista, todo tan pequeño y palpable. Escupo para abajo y me parece oír el estrépito de la saliva, cosa a priori imposible. La ventana como una puerta titilante, un oscuro pasadizo al jardín semi- abandonado de mitad de cuadra, la plaza Muñiz, una mujer en la esquina que parece una muñeca de trapo o un maniquí que mueve las piernas a control remoto. Despierto a la dormilona, que me baja a abrir en pantuflas, con esa cara de medio sueño que tenemos en los ómnibus de larga distancia.
Al rato estoy de vuelta en el colectivo, escuchando unos temas de David Bowie, preguntándome que estará haciendo Scarlett Johansson a estas horas.
martes, 16 de octubre de 2007
Día de la madre
A veces pienso que soy yo, el nene varón más grande, uno de los motivos del constante malhumor o la tristeza disfrazada de rabia de mi vieja. ¿Las cosas serían distintas si aquel otro nene hubiera terminado de nacer y crecido y jugado con triciclos y perros dálmatas? ¿Entonces yo tendría otro nombre, sería un tipo distinto, tendrían menos efecto mis cosas? Como es un tema innombrable o casi olvidado en una familia que ha aprendido a escapar de los sentimentalismos y el recuerdo, mi pregunta es uno de esos círculos dibujados a mano, siempre chuecos, repletos de pancitas o deformidades. De pronto me digo que no soy yo, es el trajinar de una vida que no salió como se esperaba ¿Pero en realidad hay vidas imaginadas? ¿O solo hay mayores o menores cuotas de inconformismo o lucidez, orientadas en direcciones más o menos correctas?
Hace unos meses escuché a mamá hablando con una amiga, diciendo yo no sé, realmente no sé, como me aguantan acá, siempre levantándome malhumorada, con esta cara. Y quizás días en que uno está tan hijo de puta que le escapa a un abrazo necesario (como hoy) o piensa en voz alta esas cositas que mejor guardarse para dentro. Un hijo como este, cierto, una pesadilla a pagar en cuotas extensísimas: ¿Y si algún día tengo una nena, y si me enamoro de esa nena como sin dudas me voy a enamorar, y si esa nena salé con estas manías tan propias, tan mías? Mejor ni pensarlo.
La cosa es que llega el día de la madre y me he puesto a pensar en un regalo bonito. No quiero regalar ropa, ni carteras, ni zapatitos. Una de las pocas expresiones de gustos que le he escuchado a mamá es el ballet. Busco en el google: no hay nada programado en el Coliseo hasta diciembre, en el Luna Park está ese tal Iñaki que aparece en las revistas, pero la entrada barata y acorde al bolsillo debe ser al lado del baño de caballeros y el resto cuesta un ojo de la cara (¡oligarcas!), así que termino chusmeando las ubicaciones en el Teatro Astral, pensando que Cabaret puede ser tan linda como dicen, que no cuesta tanto, que hace muchísimo que la vieja no tiene oportunidad de estrenar la ropa que le regalamos otros años, un sábado a la noche, en un teatro o en una cena.
viernes, 12 de octubre de 2007
Love minus zero/no limit
“My love she's like some raven/ at my window with a broken wing”
Esta desprolija y maravillosa versión de Love minus zero grabada en un hotel de Londres antes de los lunáticos recitales en el Albert Hall sería parte del documental sobre la primer gira europea de Bob Dylan and The Band. Y lo que realmente está genial es que suene el teléfono en el medio de todo y de las diez personas amontonadas hay quienes bostezan o fuman o miran asombrados. Este fue el primer tema de Bob Dylan que me conmovió, ahora, del otro lado de la pantalla, la sensación de sopapo en la mejilla sigue intacta.
jueves, 11 de octubre de 2007
Objetos raros
miércoles, 10 de octubre de 2007
Café Expresso

Todavía no aprendí a inflar globos
la verdad me parece un don bastante inútil
pero la cosa es que siempre respeté
a la gente grande
plaf
sin ponerse colorado
pero si,
a mi también me pasan otras cosas
y gusto de mirar las cosas quietas
inmóviles y sucias
sonrío
la nube ha pasado
arriba de mi cara
sin tantos peligros a la vista.
lunes, 8 de octubre de 2007
Inland Empire II

Vimos Inland Empire en un cine vagamente laberíntico, con las paredes cubiertas por alfombras rojas chillonas, extravagantes. A diferencia de otras películas de David Lynch aquí no hay quiebre que venga a romper con una estructura mas o menos narrativa: el film es una ruptura constante, una embestida de imágenes claustrofóbicas que parecen perseguir una lógica pesadillesca.
Sucede que Imperio da miedo, asusta, genera impaciencia y ansiedad, brinda secuencias espeluznantes en cantidad industrial, pero no empatiza, no se acerca al espectador, genera sensaciones y no sentimientos: es claro que mi acercamiento a la cinematografía se debe esencialmente a lo segundo. En otras películas lo que lograba Lynch, más allá de la fragmentación, eran escenas impecables, repito: escenas y no fotogramas. No hay prácticamente escenas en Imperio, solo imágenes, y la búsqueda parece más adecuada a la fotografía que al cine. Quizá la última media hora del metraje se acerca más a una larga escena cortada por intermitencias lyncheanas, y fue esa media hora la que en verdad me atrapó.
Por otra parte la utilización de la cámara digital parece perfecta para el proyecto expresivo de Lynch: le permite acercarse a los objetos, intimar con ellos, aunque alejándose del plano, de la continuidad cinematográfica.
jueves, 4 de octubre de 2007
Preguntas
Hoy me levanté realmente temprano y fui a una primaria de Villa Crespo para realizar un trabajo de investigación con chicos de segundo y cuarto grado. Una de las cosas que siento es que ya no me desagrada tanto la idea de ser profesor: me encontré en verdad contento y en paz ante la veintena de niños revoltosos, explicando consignas, haciendo dictados, repitiendo una y otra vez que nadie se olvide de poner su nombre. Claro que existe un buen trecho entre compartir un par de horas con nenes de 10 años a explicarles adjuntos oracionales a púberes de 15.
De pie ante el curso me convertí en una especie de gigante y luego en algo más absurdo ya con las piernas estiradas, sentado en un banquito liliputiense de color rojo. Nunca pensé que las aulas de primaria pudieran ser tan pero tan pequeñas.
Cuando entramos en confianza empezaron a caer preguntas al estilo:
¿Medís más o menos de dos metros?
¿Cuánto calzás?
¿Te gusta el rugby?
¿Tu papá es más alto que vos?
Mientras retiraba las hojas del dictado, la niña de anteojos me miraba y se reía.
lunes, 1 de octubre de 2007
Sobre cosas invisibles
esas fotos de almanaque, de paisaje bonito
detrás
siempre detrás de algo
fotos que uno saca y después
no quiere mirar
por que el vientre se ha ido
ya no está la cuneta o los baldíos
los dedos de aquel chico rojo
han crecido
tanto
pero tanto ¿sabes?
hay otras como esta
que uno mira sintiéndose raro
con ganas de hacerse chiquito
meterse dentro
pensando por fin
llegas
vos
que te has ido tan lejos
a esa otra tierra sin mate ni tarde marítima
sin libros
sin estaciones de tren en enero
fotos que dan ganas de romper
cuando ya has recordado mucho
oído todos los discos tristes;
en realidad son estas las fotos que prefiero,
las que me gusta guardar y mostrarme
cada tanto
no del todo mal, realmente
para un joven sin barba
que toma café a la medianoche